Los agujeros negros de la URSS
Enquistados en el tiempo y en el conflicto, cuatro territorios de la antigua Unión Soviética se enfrentan a un presente de supervivencia y a un futuro incierto. EPS ha realizado un viaje por estos Estados no reconocidos que buscan salir del olvido. Así es el día a día en estos satélites sin rumbo
PILAR BONET 04/02/2007
En la geografía de la antigua Unión Soviética hay cuatro territorios que parecen aislados en el espacio y enquistados en el tiempo. Mientras se desmoronaba la URSS, el Alto Karabaj, Abjazia, Osetia del Sur y el Transdniéster vertieron sangre en defensa de su independencia e identidad. Sin embargo, el mundo no reconoce como Estados a ninguna de estas regiones, que tenían un rango subordinado en la estructura administrativa de la Unión Soviética.
El Alto Karabaj, antaño zona de frontera entre el imperio ruso y Persia, se desgajó de Azerbaiyán, en la Transcaucasia; Osetia del Sur, en la ladera meridional del Gran Cáucaso, y Abjazia, en la costa del mar Negro, se separaron de Georgia, y los eslavos del Transdniéster, temerosos de verse arrastrados hacia Rumania, se apartaron de Moldavia.
A los “Estados no reconocidos” o “agujeros negros” de la Unión Soviética se llega a través de puestos de control con extrañas banderas; líneas de frente silenciosas, pero atentas, y campos minados donde, de vez en cuando, pierde la vida algún labrador. Las perspectivas de estos países, sin embajadores ni líneas aéreas, sin moneda convertible ni acceso a Internet, son hoy inciertas. Las instituciones internacionales, con diversas fórmulas, han intentado mediar en sus conflictos congelados, pero sin resultado hasta ahora. La ONU tiene pacificadores en Abjazia, y la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), observadores en el Alto Karabaj, Osetia del Sur y el Transdniéster.
Rusia es punto de referencia para Abjazia, Osetia del Sur y el Transdniéster. Moscú tiene contingentes pacificadores en todas ellas, ha repartido pasaportes rusos entre sus habitantes y ha fomentado sus esperanzas de ser reconocidas algún día. Armenia, a su vez, es la protectora del Alto Karabaj, y por su apego a aquella tierra ha sido marginada de las nuevas rutas internacionales del petróleo procedente de Azerbaiyán.
Más allá de la política y de los pasaportes viejos, nuevos o inventados entre los que se ven obligados a elegir, los habitantes de estos entornos singulares buscan su lugar en el mundo. La corresponsal de El País en Moscú recorrió estos espacios olvidados.
01 Alto Karabaj
Una tregua muy frágil
Fin de septiembre de 2006. Esta región se considera un país independiente, pero vive a costa del presupuesto de Armenia. El paro y los enfrentamientos entre las comunidades de armenios y azerbaiyanos marcan su presente.
El Alto Karabaj fue transferido en 1923 de Armenia a Azerbaiyán cuando estas repúblicas eran parte de la Federación Transcaucásica y estaban integradas en la Unión Soviética. En febrero de 1988, los armenios, que eran mayoría en esa provincia autónoma de 4.400 kilómetros cuadrados, aprovecharon la apertura creada por la perestroika para aprobar una resolución por la cual pedían separarse de Azerbaiyán y unirse a Armenia. Esto hizo estallar una guerra que reavivó viejos agravios entre cristianos y musulmanes chiíes y que tuvo otros sangrientos escenarios como Bakú y Sungaít. Las hostilidades concluyeron en 1994 con la victoria de los armenios, liderados por el Comité de Karabaj. El balance fueron miles de muertos y centenares de miles de refugiados. En el Alto Karabaj viven 150.000 armenios, que además ocupan hoy otros territorios azerbaiyanos colindantes. La región se considera un país independiente, pero vive a costa del presupuesto de Armenia y los donativos de la diáspora. La capital es Stepanakert (Jankendí para los azerbaiyanos), con 50.000 habitantes. Shushá, fundada en 1752, es la antigua capital de la región, y antes de la última guerra era una ciudad predominantemente azerbaiyana (98% de la población).
Una excelente carretera financiada con donativos particulares cruza el corredor de Lachin, el estratégico territorio azerbaiyano ocupado por los armenios, que es el único acceso al Alto Karabaj.
“Aquí no se vive peor que en el resto de los Estados pos-soviéticos”, opina su presidente, Arkadi Gukasián. La élite política armenia, incluido el líder de aquel país, Robert Kocharián, procede en gran parte de Karabaj.
Stepanakert tiene el aspecto de una ciudad de provincias y un Parlamento con cúpula en construcción. El paro, su principal problema, dificulta la captación de emigrantes. En un tablón de anuncios en la calle puede leerse: “Se vende apartamento”, “Se vende casa de dos pisos”, “Se venden muebles”, “Se vende un piano”.
“De aquí se va todo el que puede”, afirma Svetlana, una vendedora del mercado, que cobra 12.000 drams (25 euros) de pensión y 22.000 drams (45 euros) por el hijo muerto en la guerra.
“Los enfrentamientos pueden reanudarse en cualquier momento. Gozamos de una tregua, pero no sabemos qué nos depara el futuro”, dice Irina, otra vendedora que antes enseñó literatura rusa en Bakú. En el mercado de Stepanakert despachan los armenios que huyeron de Azerbaiyán cuando los azerbaiyanos huían del Alto Karabaj, cuya principal industria es una explotación minera que emplea a unas mil personas. En la región no hay cobertura para teléfonos móviles, excepto los de Armenia y los de Karabaj Telekom, compañía fundada por un armenio-libanés que cuenta con 20.000 abonados.
Entre los inversores extranjeros está el español Enrique Viver. Su empresa, Maswood, transforma nogales en maderas aptas para culatas y empuñaduras de armas de caza. Viver reside en Yereván y cada mes pasa una semana en el Alto Karabaj. Da trabajo a unas 25 personas, y, como otros empresarios locales, hizo su aporte al corredor de Lachin. La búsqueda de nogales en zonas ocupadas y minadas como Agdam y Fizulí es peligrosa. Viver dice que tres de sus tractores han tenido accidentes al estallar minas, por suerte sin víctimas. Los tractores, explica, tienen la cabina abierta para que el conductor no quede atrapado si hay una explosión.
En lo alto de una colina está Shushá, la antigua capital del janato de Karabaj, fundada como una fortaleza en el siglo XVIII. Entre edificios incendiados y ruinosos hay una iglesia armenia restaurada, espaciosa y perfumada de incienso, y otra, pequeña y recogida. Frente a la grande, un párroco despide a un grupo de turistas franceses, armenios de origen, que han venido en autobús desde Lyón.
Un minarete decapitado es el faro que guía a antiguas mezquitas, ocultas por rosales asilvestrados y escombros. Son dos, y su estado es a cual más lastimoso. En los muros, pintarrajeados, se deterioran unas inscripciones en caracteres árabes. En su interior, pestilentes excrementos humanos y basura.
Armenios y azerbaiyanos pugnan por demostrar su supremacía en la historia de Shushá, pero para alguien ajeno a su conflicto, la ciudad está incompleta si falta alguna de estas dos comunidades. Mis acompañantes, armenios, son partidarios de la segregación, y aseguran que no podrían volver a coexistir con sus vecinos musulmanes, a los que llaman “turcos”.
Al fondo de un valle, donde antes pasaba el tren, circula hoy un hombre montado en un asno. En época soviética, en Bakú procuraban que la ruta entre la capital azerbaiyana y Stepanakert estuviera impecable, y dejaban deteriorarse la que unía el Alto Karabaj con Armenia. Ahora es al revés, y la carretera a Agdam está llena de agujeros.
Agdam, que fue un importante centro comercial azerbaiyano, evoca a Pripiat, la localidad evacuada en las cercanías de la central nuclear de Chernóbil. Sus circunstancias fueron distintas, pero en ambas se percibe el corte brusco de la vida de una comunidad. Agdam, además, fue saqueada. La chatarra se exportó de contrabando a Irán, y la mezquita es una pocilga en sentido literal.
En el monasterio de Gandzasar, el padre Juan indica la dirección por la que los “turcos” bombardearon este monumento del siglo XIII, y muestra un proyectil incrustado en el muro. Su voz adquiere un tono metálico cuando le pregunto qué opina de la transformación de las mezquitas de Shushá en letrinas. “No puede ser”, dice. “Seguramente serán niños”. El sacerdote pasa al ataque: “Ellos profanaron nuestras iglesias, que venga la Unesco a conservarlas”. El padre Juan opina que un sacerdote siempre debe estar con su “nación”. Para él, “nosotros” son los armenios, y “ellos”, los azerbaiyanos.
Pendientes de Rusia
Finales de enero de 2007. La zona, que era la más industrial y próspera de Moldavia, ha creado su propia versión de sociedad de consumo y ha asociado su destino a Rusia, que controla el gasoducto que cruza su territorio.
El Transdniéster ocupa una estrecha franja entre la frontera de Ucrania y la ribera izquierda del río Dniéster de 4.163 kilómetros cuadrados, y está poblado por 555.000 habitantes, donde los eslavos (rusos y ucranios) predominan sobre los moldavos. Tiráspol, la capital, fue fundada en el siglo XVIII por el general ruso Alexandr Suvórov, tras expulsar a los ocupantes turcos. El Transdniéster era la zona más industrial y próspera de la República Socialista Soviética de Moldavia, donde, al iniciarse la perestroika, el nacionalismo prorrumano se convirtió en la tendencia dominante en detrimento de la diversidad histórica y cultural de los territorios que la integraban. Se inició entonces un proceso secesionista. A diferencia de la antigua Besarabia (integrada mayoritariamente en el actual Estado moldavo), el Transdniéster nunca perteneció a Rumania. En junio de 1992, sus habitantes recibieron a tiros a los tanques moldavos que querían someterlos. Hubo centenares de muertos, hasta que intervino el 14º Ejército ruso, al mando del general Lébed. Desde entonces, el conflicto está congelado. En el Transdniéster quedan aún algo más de mil soldados rusos, que cumplen tareas de pacificación y vigilan depósitos de municiones heredados de la URSS.
Una gigantesca estatua rosada de Lenin y un escudo con la hoz y el martillo siguen dominando el paisaje urbano de Tiráspol, pero los símbolos soviéticos de esta ciudad de 150.000 habitantes se han diluido en una versión autóctona de la sociedad de consumo.
Tiráspol se ha llenado de joyerías; de puestos de cambio a la moneda local, el rublo del Transdniéster, y de oficinas del Gazprombank, el banco del consorcio ruso Gazprom, que aquí es dirigido por Oleg Smirnov, hijo del presidente secesionista. Hay incluso una oficina de la mensajería DHL, lo que podría equivaler a un reconocimiento internacional. La multinacional, sin embargo, tarda dos días en efectuar un envío a Odesa, a 120 kilómetros de distancia, porque la mercancía debe ir primero a Chisinau, la capital de Moldavia, a 80 kilómetros en otra dirección.
El Teatro Dramático ruso ha sido restaurado, al igual que la universidad y la oficina de Correos, donde venden unos preciosos sellos que no valen como franqueo internacional. También el ministro de Exteriores, Valeri Litskái, tiene aspiraciones estéticas y ultima la nueva sede de su departamento, instalada en una antigua escuela. Hace dos años, Litskái tenía en su despacho una balsa hinchable con remos para ir a pescar. Hoy tiene confortables muebles y exquisitos cuadros. El ministro, que vivió dos años en Cuba y habla bien el español, está en la lista negra de políticos vetados en Occidente, como el presidente Smirnov o el bielorruso Alexandr Lukashenko.
Tiráspol ha mejorado, pero la relación del poder y el dinero sigue basándose en la complicidad entre el presidente Ígor Smirnov y su familia con el grupo empresarial Sheriff, del que es propietario Víctor Gushán. A Sheriff pertenece el estadio de fútbol, gasolineras, la compañía de móviles, una fábrica de brandy y un casino en el centro de Tiráspol.
El Transdniéster no tiene frontera con Rusia, pero ha asociado su destino a aquel país que controla el gasoducto que cruza el territorio en dirección a los Balcanes y la mayor central eléctrica de la región. Litskái espera que Rusia sea la locomotora de la modernización del Transdniéster, y afirma que la Rusia de hoy, exigente y dura, no es la URSS, dispuesta a alimentar a parásitos a cambio de su fidelidad.
Los pasaportes del Transdniéster, como sus sellos, no tienen validez, por lo que sus habitantes viajan con documentos repartidos por la Federación Rusa, Ucrania y Moldavia. Con ayuda de Ucrania y la Unión Europea, Moldavia ha sometido las exportaciones de Transdniéster a su jurisdicción.
Los jóvenes emigran por falta de trabajo, y los transdniestrianos en general viajan a Odesa, en el mar Negro, para visitar los enormes mercados de esta ciudad portuaria ucrania. Por Odesa entran en el Transdniéster el pollo barato y popular conocido como los “muslos de Bush”. En el mercadillo de ropa de segunda mano de Tiráspol, mujeres con pensiones de 500 rublos locales (50 euros) rebuscan entre los jerséis a tres rublos.
A su manera, el Transdniéster renue-va a sus dirigentes. El presidente del Parlamento es Yevgueni Shevchuk, un economista de 38 años considerado como un representante de los intereses de Sheriff. En los jóvenes piensa también un personaje singular, Dmitri Soin, funcionario en el Ministerio de Seguridad, director de la Escuela Superior de Liderazgo Político Ernesto Che Guevara e inspirador del movimiento Proriv. Soin, sobre el que pesa orden de arresto internacional, es un generador de ideas con capacidad de movilizar. Se identifica con la historia, la cultura y los intereses geopolíticos de Rusia a partir de una perspectiva internacionalista. Su jefe en el ministerio es Vladímir Antiuféyev, que sirvió en las tropas especiales soviéticas en Letonia.
En el Trasdniéster, muchos pasan con facilidad del idioma ruso al ucranio y al rumano. Sin embargo, oficialmente la modalidad dialectal del rumano que se habla aquí se identifica como moldavo, y se escribe en caracteres cirílicos. En la región hay ocho escuelas en rumano (con caracteres latinos) que se subordinan a Chisinau. La guerra de los alfabetos no tiene nada que ver con la lingüística, sino con la política. El Ministerio de Educación percibe a los defensores del rumano con caracteres latinos como agentes del enemigo y les hace la vida imposible. En la escuela moldava número 22 de Tiráspol (con caracteres cirílicos), la directora, Galina Ishchenko, insiste en que el moldavo y el rumano son dos idiomas diferentes, aunque sean iguales. “Hablamos lo mismo, pero no puedo decir que es la misma lengua. Yo no me dedico a la política”, sentencia.
03 Abjazia
Contrastes radicales
Principios de octubre de 2006. Un territorio marcado por la guerra frente a Georgia. La belleza de su costa sirve de lento reclamo para algunas mejoras, pero la inestabilidad política sigue condicionando la vida de sus habitantes.
Abjazia, la Cólquida de los antiguos, es un territorio de 8.600 kilómetros cuadrados donde residen cerca de 240.000 personas, en su gran mayoría abjazos. Abjazia fue integrada en Georgia en 1921 y, dentro de aquella unidad administrativa, adquirió rango de república autónoma en 1930. En minoría en su territorio, los abjazos siempre desearon integrarse en Rusia por considerar a Georgia como una amenaza para su identidad, pese a lo mucho que comparten con ella. En 1992, bajo Eduard Shevardnadze, los soldados georgianos entraron en Abjazia y expulsaron de Sujumi, la capital, al gobierno local, dando comienzo a una guerra que finalizó al año siguiente con el triunfo de los abjazos. Los georgianos que vivían en la región –y que constituían la mayoría de la población– se vieron obligados a huir a Georgia. Desde 1994 está en vigor un acuerdo de alto el fuego a lo largo del río Inguri, y tropas de pacificación de la ONU y rusas evitan que se reanuden las hostilidades.
El taxi colectivo o marshrutka bordea el mar Negro y deja atrás el exuberante litoral conocido en otro tiempo como la Riviera soviética. Los lugares más bellos de esta costa –Gagra, Pitsunda, Gudauta, Novii Afón– conservan su atractivo, pese a la inestabilidad política y el temor al presidente georgiano, Mijaíl Saakashvili, que cada año intenta reventar la temporada turística a Abjazia y exhorta a los rusos a no veranear en la región secesionista.
Los barrios periféricos de Sujumi, con sus edificios perforados por la metralla y sus escombros, aún evocan las imágenes de Grozni, durante la guerra de Chechenia. Sin embargo, junto a las huellas de los combates callejeros, la infraestructura tu- rística de Abjazia ha mejorado algo, sobre todo desde que Rusia relajó las sanciones impuestas por la Comunidad de Estados Independientes a los secesionistas abjazos en los noventa, a instancias de Tbilisi.
La alcaldía de Moscú ha ayudado a reparar la carretera del litoral desde la frontera en Adler hasta Gagra, y en días alternos cuatro vagones de ferrocarril salen de Sujumi con destino a la capital rusa. También han aparecido nuevos hoteles y restaurantes, y, lo más importante para asegurar el turismo ruso, la frontera de Adler permanece abierta, pese a las protestas de las autoridades georgianas. Mientras facilita el tránsito de abjazos y rusos por Adler, Moscú ha cortado las comunicaciones directas con el resto de Georgia.
El taxi colectivo que cubre el recorrido entre Adler y Sujumi va repleto de veraneantes que han pasado el día en Sochi, la localidad de moda en el litoral ruso del mar Negro, donde tiene su residencia de verano el presidente Vladímir Putin. Los pasajeros no se conocen entre sí, pero conversan familiarmente.
“Los norteamericanos azuzan a Saakashvili contra Rusia para vengarse por nuestro apoyo a Cuba”, dice uno. “En la URSS nadie se hubiera permitido insultar a Rusia como lo hace él”, afirma otro. Después, la conversación deriva hacia las ventajas de este entorno frente a la ruidosa y ajetreada Sochi.
“En Sochi, todos tienen el signo del dólar pintado en los ojos”, exclama un oficial de policía retirado. Procede de Vorónezh y se aloja en una residencia del Ministerio de Defensa de Rusia, que, como muchas otras instituciones de aquel país, tiene centros de descanso en la costa. A Stalin también le gustaba Abjazia, donde tenía por lo menos cinco dachas a su disposición. En una de ellas vive hoy el líder secesionista local, Serguéi Bagapsh.
Algunos empresarios rusos están dispuestos a invertir en el territorio secesionista. Anatoli, un experto cibernético de San Petersburgo, ha financiado la construcción de un hotel familiar de seis habitaciones, tras enamorarse de Abjazia cuando la visitó por primera vez hace cerca de tres años. El hotel está regentado por Otar Kakalia, que en el pasado dirigió la comisión de canje de prisioneros abjazos y georgianos. Por la noche, junto a una copa de champaña, opina que Rusia es la única que puede ayudar a los abjazos, porque Occidente, ni sabe, ni quiere saber nada de este antiguo pueblo. “Yo me siento europeo y occidental, pero me veo obligado a apostar por Rusia, porque ella es la única que puede ayudarnos” dice. Según él, abjazos y georgianos no pueden vivir juntos porque les separan las atrocidades de la guerra.
En Abjazia, los contrastes son radica-les. En el paseo marítimo de Sujumi, los hombres juegan a las damas o al ajedrez, beben café con morosidad, leen los periódicos y pescan en el malecón; mientras, en las montañas que rodean el valle de Kodor, los milicianos montan guardia por si a los georgianos se les ocurriera realizar una incursión. Al puesto de montaña de Bagada me lleva Guram, sargento de la milicia. Guram fue empleado en una fábrica química en la vida civil y no quiere dejar la milicia, porque un civil abjazo cobra una media de 70 euros al mes, y un militar, cerca de 100 euros.
El sargento se para junto a un frondoso árbol para recordar a Andriajin, un camarada que perdió la vida aquí durante una incursión georgiana. El miliciano bebe vodka en uno de los intermitentes de su jeep, tras desatornillarlo con una navaja. El jeep de Guram se avería en plena noche, en un distrito rural poblado por armenios, griegos, megrelos y abjazos, y por algún que otro georgiano que no huyó durante la guerra. Por suerte, estamos cerca de la base militar abjaza de Tsebelda, donde trabajan mujeres como Irina, una georgiana casada con un abjazo, y Teresa, una psicóloga vestida de uniforme militar y que, según Guram, es respetada por su experiencia en el frente. La guerra de los abjazos no es toda su realidad, ni siquiera en Kodor. De repente, por estos parajes, como si fueran seres de otra galaxia, aparecen dos alegres chicas siberianas en shorts. Llevan el bronceador en la bolsa y están encantadas de haber encontrado un sitio tan estupendo.
Territorio en depresión
Mediados de diciembre de 2006. Los sueldos medios rondan los 70 euros, los jóvenes emigran porque no hay trabajo y la incertidumbre se cierne sobre un territorio en situación política inestable.
Osetia del Sur (3.900 kilómetros cuadrados) tiene cerca de 70.000 habitantes y su capital en Tsjinvali, a 109 kilómetros de Tbilisi. La región pertenecía a Georgia desde 1922, pero en 1991-1992 los osetios del sur rechazaron con las armas a los nacionalistas georgianos y se declararon independientes. El pasado noviembre, los osetios ratificaron su independencia en un referéndum no reconocido internacionalmente. La posición de la república es precaria, debido a su configuración territorial en forma de mosaico, en el que están enquistados pueblos georgianos que se someten a Tbilisi. Además, Georgia ha conseguido crear un cisma entre los mismos osetios, al apoyar la elección de un presidente leal a Tbilisi como alternativa a Eduard Kokoiti, el presidente promoscovita. El bloqueo del Kremlin a Georgia no se aplica a Osetia del Sur, que está estrechamente emparentada con la región vecina de Osetia del Norte, en territorio ruso.
Un puesto fronterizo marca el límite del territorio separatista de Osetia del Sur, no lejos de Gori, el pueblo georgiano donde nació Stalin, considerado un paisano ilustre por los osetios. En el control georgiano hay cinco guardas enmascarados; en el osetio, unos milicianos que me dejan sola junto a una estufa de leña, en una habitación llena de Kaláshnikov y municiones.
Osetia del Sur es una zona deprimida donde los sueldos medios rondan los 70 euros. Al llegar al poder en Georgia en 2003, Mijaíl Saakashvili estableció controles aduaneros y asfixió el negocio de los osetios, consistente en el comercio de mercancías que se transportaban desde Rusia por el túnel Rokski y se vendían en el mercado de Ergueneti (en la ruta entre Tsjinvali y Tbilisi).
Los separatistas no controlan todo el territorio de Osetia del Sur, que físicamente es un mosaico de pueblos osetios y georgianos mezclados entre sí. El régimen secesionista puede impedir que los georgianos accedan a la frontera rusa, pero se ve a merced de varios pueblos georgianos al norte de Tsjinvali, que dominan la ruta hacia el túnel Rokski. Para esquivarlos, y con ayuda de Moscú, los osetios abrieron una desviación. Los georgianos respondieron con otro desvío para evitar que les cortasen el acceso a Tbilisi. Ambas comunidades se comportan como dos vecinos de un edificio que buscaran modos de no cruzarse nunca en la escalera.
Osetios y georgianos subrayan sus diferencias. Los osetios se orientan por la hora de Moscú (dos menos que en Madrid), y los pueblos georgianos enquistados en el territorio separatista, por la hora de Tbilisi (tres menos).
Al estar situada en el fondo de un valle, Tsjinvali es un blanco fácil de los tiroteos desde las montañas circundantes. La ciudad es fea y está descuidada. El ferrocarril que unía la región a Rusia vía Georgia no funciona desde la guerra. En la taquilla, dos hombres juegan al dominó.
En Osetia del Sur no hay trabajo, y los jóvenes emigran aprovechando los pasaportes rusos que Moscú ha distribuido.Van preferentemente a Osetia del Norte, al otro lado de las montañas del Cáucaso, donde muchos tienen familiares. Mientras tanto, las pensiones de jubilación rusas, que oscilan entre 2.000 y 3.000 rublos (entre unos 58 y 87 euros), salvan a 7.000 jubilados surosetios del hambre, afirma Naira Siukáyeva, de la Administración local. Las pensiones surosetias son de 280 rublos (ocho euros).
Naira alberga huéspedes en su amplio caserón, con una buena biblioteca de clásicos rusos y dos baños. Es la esposa de Vladislav Gabaráyev, que en los años noventa fue jefe de Gobierno del territorio secesionista. La familia tiene un hijo estudiando en la academia del Ministerio del Interior ruso en San Petersburgo y una hija cursando medicina en Vladikavkaz. Su situación económica se ha resentido del cierre del mercado de Ergueneti: ha tenido que renunciar a la mujer de faenas y se queja del precio de la calefacción. Gabaráyev opina que los dirigentes surosetios deberían desarrollar más los recursos de la región, como la energía hidroeléctrica y la agricultura, en lugar de tender la mano a Moscú.
En Tsjinvali hubo dos escuelas georgianas, que fueron destruidas. La desaparición del georgiano del sistema educativo no supone que el osetio sea la lengua de instrucción predominante. En la escuela número 5, donde estudian 550 niños, las clases se imparten en ruso, y el osetio tiene carácter de asignatura. La escuela planea enviar a los profesores a cursos de capacitación profesional en Rusia.
La escuela tiene un aura lúgubre. En el patio están enterrados los combatientes muertos cuando Tsjinvali estaba asediada por los georgianos y no era posible abandonarla. Al acabar la guerra pensaron en trasladarlos al cementerio, pero finalmente decidieron quedárselos.